La visita al súper

Los rulos cortitos se estiran intentando alcanzar los hombros sobre los cuales flotan. No lo consiguen. Una niña de seis años, completamente despeinada, salta frenéticamente entre góndolas de fideos, arroz y harina. Le pide a su mamá que vayan a los pasillos de los juguetes porque quiere ver Barbies, pero también porque a la vuelta está el pasillo de las herramientas. Piensa que las herramientas son palabras de un idioma que desconoce del todo, pero que le fascina. Es el idioma que sabe hablar su papá, pero él no está ahí para preguntarle.

Ahora no, es la respuesta que recibe. Ella sabe el por qué de ese no, sabe porque ha insistido muchas veces con lo mismo y después de respuestas cortas de mala gana, llega la explicación final. No podemos comprarte una muñeca, tenes que pedirla para tu cumpleaños.

La respuesta siempre es no. Su reacción, en cambio, varía. A veces es un berrinche, a veces un maduro asentimiento de cabeza. A veces, como esa tarde, trae como consecuencia una travesura.

La niña sabe perfectamente cómo escaparse cuando su mamá y su hermana eligen entre los productos de los estantes. La clave es alejarse del carrito despacio, de a un paso a la vez, hasta que en un cruce de pasillos hay que salir corriendo en la dirección contraria. 

Sí, hay travesura en ese acto, pero también curiosidad. El supermercado es un laberinto en el que lo que menos importa es perderse. No le da miedo perderse, ni siquiera le daría miedo años después cuando caminando y caminando sobre la arena terminara pasándose varias playas. En ese momento, ella sólo quiere encontrar las muñecas de juguete – y los martillos, también -. 

Por un momento se pregunta si la estarán buscando desesperadamente. Se pregunta si su mamá dejará de prestarle más atención a su hermana que a ella por un segundo y entonces moverá cielo y tierra para encontrarla. Su sensación es que eso no es lo que está pasando. ¿Cuánto tiempo podría estar sin la vigilancia de un adulto? ¿Cuánto duraría esa adrenalina? Deja de hacerse preguntas cuando el pasillo rosa aparece frente a sus ojos y rápidamente se maravilla con la tonelada de juguetes que jamás podrá tener. Hay cierto placer en esa impotencia, ¿ahí lo habría aprendido? Los dedos pequeños de sus manos tocan las cajas de cartón y se imagina la voz de su mamá diciéndole no toques nada que lo podés romper. Si fuera suyo, no importaría que se rompiera, ¿no?

Está tan absorta que no escucha la voz de su mamá, a lo lejos, gritando su nombre. Acaba de notar que los supermercados se dividen por colores. El pasillo de los juguetes es rosa, al menos el que ella tiene permitido observar y querer por ser una nena. Le parece que hay otro pasillo de juguetes, pero siente que no puede ir ahí. El pasillo de las herramientas, en cambio, es gris. Gris en el acero, gris en los empaquetados, gris en la ropa de los hombres que eligen qué aparato precisan. Ninguno de los hombres que están ahí se parece a su papá, y eso que intenta encontrar algún parecido. Ninguno tiene rulitos. Ninguno está haciendo chistes. Ninguno tiene grasa bajo las uñas. ¿Los papás no son todos iguales?

Alma, Dios mío, será posible. ¿Cómo te vas a ir así? ¡Te tengo que matar!

Un brazo la jala con fuerza hacia atrás y no es necesario ver el rostro de su mamá para saber que es ella. Más gritos. Más zarandeos. Más explicaciones del tipo yo quería una muñeca y estaba aburrida y nunca me dejas hacer nada. Registra la mirada desaprobatoria de su hermana, que en realidad era preocupación transformada en alivio.

¿Y vos qué te metes? Dibuja en sus ojos marrones de largas pestañas una mirada de odio. No sabe muy bien qué es eso, pero sí sabe que le dan ganas de apretar los puños hasta clavarse las uñitas en la palma de la mano. No le gusta que la miren así. No le gusta que la reten. No le gusta que le digan cómo debería portarse, ni qué hacer, ni lo mucho que se equivoca una y otra vez. 

En realidad, ni siquiera intenta hacer las cosas bien. Al menos no en ese entonces. No sería hasta mucho después que empezaría a sentir la frustración de los tropezones simbólicos.

Las lágrimas le brotan de los ojos con la fuerza de los ríos. Los cachetes tienen manchones rojos y blancos producto de la repentina acumulación de sangre. Sus pestañas largas se pegotean entre sí como si usara ese maquillaje que, muy de vez en cuando, usa su mamá. 

Se da cuenta que las personas del supermercado que van cruzándose camino a la salida la miran, pero no porque ella les preste atención sino porque su mamá se lo hace saber. Callate Alma, deja de gritar, deja de llorar un segundo.

¿Por qué está mal gritar? ¿Por qué está mal llorar? ¿Por qué está mal enojarse? 

¿Por qué cuando llegan a la casa de su abuela, que vive frente al supermercado, su mamá necesita gritar lo sucedido esperando que se le unan en el reto? ¿Por qué no la deja contar su versión de la historia?

No fue así, oma. Yo quería encontrar a la Barbie veterinaria, viene con un perrito ¿sabías? Con un dálmata. Son re altas las paredes del Coto, ¿viste oma? Yo no llego a ver el tercer estante, seguro por eso no encontré la Barbie. Oma, ¿sabes qué vi también? Una de esas máquinas que tenes vos para cortar el pasto del patio, que tienen plastiquitos finitos abajo. No sé cómo se llaman, papá me lo dijo pero ya me olvidé. Si hubiera venido hoy, podría haberle preguntado. Ojalá papá no trabajara los fines de semana, podría venir y ponerle nombre a las cosas del pasillo gris. No defiendas a mamá. Sí, ya sé que no me tengo que alejar, pero oma… mamá sólo pasa por la parte aburrida del Coto. La próxima vení conmigo, oma, y nos traemos una maceta para tu patio, una que tenga esas flores blancas que te gustan a vos. ¿Cómo se llamaban? ¿Jazules?