Papas con sabor a cheddar o papas con corte americano.

 Papas con sabor a cheddar o papas con corte americano.

La estantería expectante adelante tuyo esperando que decidas. Estás tardando demasiado, sospecho que tu mente está en otro lado. En los pasillos del supermercado coreano (hablemos con propiedad, que no cuesta tanto), sonaba una canción de Tini Stoessel. Cierta rugosidad en el audio me desconcentraba lo suficiente como para no reconocer al otro artista de ese remix. Tu cuerpo no daba señal alguna de sentirse afectado por la música. El mío sí. Mi pie tamborileaba sobre las cerámicas desaliñadas. Supongo que podría echarle la culpa a los nervios.

Me di cuenta que eras vos apenas se me cruzó tu nuca en las retinas. No sé cómo explicarlo. No tengo un álbum de fotos de tu cuello, para que sepas. No lo necesito.

A decir verdad, prefería que no me vieras, pero esconderme no me nació. Por el contrario, atraída por la fuerza de imán que me genera tu piel, no te saqué los ojos de encima. En un momento levantaste la mano derecha y te rascaste ahí, en el nacimiento del pelo. Sonreí con satisfacción, creyéndome poderosa.

Seguiste tu rumbo habiendo tomado una decisión. Corte americano. Con mi canasto atado al antebrazo te seguí a una distancia prudente. Con suerte cuando eligieras entre las gaseosas, podría verte de perfil. ¿Qué haces acá? Te pregunté con la voz de mi mente. Tal vez seguía fluyendo en mi un torrente psíquico y me leías los pensamientos. Si pasó, hiciste como si nada.

Tuve que esquivar a una señora torpe que casi me lleva puesta con su changuito. Ay, perdón, discúlpame. Hubiera contestado pero corría el riesgo de que reconocieras mi voz. De hecho amagué a huir pero no diste señales de inmutarte siquiera. No tenías dónde poner las cosas – no habías agarrado ningún canasto – y hacías elegantes malabares con las botellas y los snacks.

Qué lindo es el puente de tu nariz. ¿No tenés frío con ese buzo pedorro? Imagino tu respuesta. No, claro que no. A mi me llega la bufanda hasta las orejas, ahí se encuentra con mi gorro gris e igual estoy congelada. Agarraste algo más – no vi qué era – y directo a la caja. Hablaste poco y miraste menos. ¿En qué estabas pensando? ¿Estás cansado? Si me acercaba y me exhibía, ¿ibas a saludarme? ¿Te iba a cambiar el semblante? ¿Y el brillo en la mirada?

Me aletargué pensando en eso. ¿Existe, acaso, algo más lindo que ver la transformación en la expresión ajena ante una irrupción? La sorpresa de los ojos, el enfoque de la mirada, el imperceptible movimiento de las orejas, el batir de las pestañas que a veces es aislado y a veces repetitivo.

Hola. Hola, adelante. Señolita, adelante.

La sorpresa. El pestañeo. La irrupción.

Ah sí, disculpa. Llevo esto.

Y tus zapatos aparatosos abandonando el supermercado, su estela perdiéndose detrás de tus pisadas, mientras doblas a la derecha ignorando los perros callejeros que te chumban.